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Los raros
Rosario Castellanos, la belleza desamparada
Por Esther Peñas
28/04/2017
La sugerencia, la plasticidad, el requiebro surrealista, la conciencia de la desposesión, la presencia del nosotros, la empatía con el desfavorecido y el pobre de espíritu, el impudor, el humor (zahíno), la belleza de la imagen… estas son algunas de las características de la poesía de Rosario Castellanos (Ciudad de México, 1925-Tel Aviv, 1974).
Nació en una hacienda del Alto de Chiapas. La mayor de dos hermanos. Cuentan que un día, estando con su institutriz, Rufina de nombre, y con su madre, entró un tanto enloquecida una amiga de ésta, entusiasta de las sesiones espiritistas, y le anunció que perdería a uno de sus hijos. “Pero no el varón, ¿verdad?” Respondía, delante de ella, la madre. Poco después, Benjamín, su hermano, murió por una apendicitis. Rosario portó desde entonces una culpa asumida pero impropia, inmerecida, que destiló sobre sus versos. Como la también escritora Katherine Mansfield, a quien solo la literatura reportaba el lenitivo necesario para sobrevivir a un hermano.
Cuando sus padres murieron, Rosario, heredó tierras y esclavos. Las primeras se las entregó ad honorem a los indígenas; a los segundos les hizo libres. Entonces, sí, comenzó a escribir.
Aunque obtiene una beca que le permite viajar a Europa e iniciar sus estudios en la Universidad de Madrid, tutelada por Dámaso Alonso, junto con su gran amiga Dolores Castro, se licenció en Filosofía y Letras por la Universidad Nacional de Méjico, dedicando su tesis a la desigualdad que soportaba la mujer. Mantuvo siempre una actitud combativa y lúcida, convirtiéndose en una de las primeras feministas con conciencia de Latinoamérica. “Busquemos la aurora/ apasionadamente atentos a su signo”.
En clave social, muchos de sus versos atacaban una manera (humana) de vivir que omitía a los que sufrían. “Los hombres nacen,/ trabajan, se enriquecen y se pudren/ sin preguntarse nunca para qué todo esto,/sin indagar jamás cómo se viste el lirio/ y sin arrepentirse de su contenido estúpido”.
En 1948 publica sus primeros títulos, ‘Trayectoria del polvo’ y ‘Apuntes para una declaración de fe’. Reivindica su lugar entre sus compañeros de generación, Jaime Sabines, Augusto Monterroso o Ernesto Cardenal (el único que sigue en pie). Nada tenía que envidiarles. Era tan buena como ellos. Y lo sabía.
Fue maestra de profesión. Nunca dejó de lado a los descamisados. Su primer novela, ‘Balún Canán’, publicada en 1957, junto a ‘Ciudad Real’ –su primer libro de cuentos– y su segunda novela ‘Oficio de tinieblas’, conformó una de las trilogías indigenistas más importantes de la literatura mexicana.
“Y nos regocijamos de estar en el secreto,/ de guiñarnos los ojos de espaldas a la muerte”. Sus versos, sus textos, se traducen a varios idiomas. Todos la respetan. Hasta que conoce su herida. Tuvo por nombre Ricardo Guerra. Rosario se enamoró hasta el extremo de este hombre que la despreció, la fue infiel en múltiples ocasiones, y no respetó ni preservó su ser. Se casaron. Rosario se quedó varias veces embarazada y todas ellas sufrió abortos involuntarios. Ella, que había reflexionado sobre la necesidad de sacar a la mujer del territorio exclusivo de ser vista como objeto sexual, que vindicaba a la mujer más allá de la maternidad, ella misma, se ofreció como esclava de un hombre para el que sólo fue un capricho.
Finalmente, alumbró un varón, Gabriel. Finalmente, contra sí misma, pidió el divorcio. No le cabía tanto desprecio. Ella, desesperada, le escribe: “me asaltó una duda terrible: ¿era cierto lo que había sucedido entre nosotros? ¿Habíamos, de verdad, estado juntos? ¿No era todo producto de mi imaginación? ¿No lo había yo soñado? Seguramente sí…”
Sobre el cadáver de una mujer estaba creciendo. Trece años de internamientos psiquiátricos, de lucha decisiva contra una depresión. Trece años de herida. No es que se hubiera acabado el amor (si es que lo hubo por parte de él), es que ella no podía aceptar lo que exige todo duelo, una mirada exacta –al menos más cabal que la que procura el enamoramiento- sobre cómo hemos sido tratados, qué hemos ofrecido, cuánto ha sido recogido por el otro. Rosario no tenía fuerza para hacerlo. Se intentó suicidar. “Pero yo sé que para mí no hay muerte. Porque el dolor –¿qué otra cosa soy más que dolor?– me ha hecho eterna”. Así concluye uno de sus poemas más conmovedores, ‘Lamentación de Dido’, la reina de Cartago abandonada por Eneas. Retoma esta historia clásica para contarse, para poner en palabras un inmenso amor sin recepción posible. Un amor unilateral. Se recrimina, incluso, no haber sido más hermosa para poder retener así a Ricardo. Ella, una convencida feminista, rasgando esa dignidad (aunque convenimos en que en el amor uno nunca pierde la dignidad, aunque parezca un contrasentido). “El mundo era la forma perpetua del asombro/ renovada en el ir y venir de la ola,/ consustancial al giro de la espuma”.
En 1971, tras un viaje a Israel, Rosario fue nombrada embajadora de México en ese país, en el que vivió hasta su muerte, trabajando como catedrática en la Universidad Hebrea de Jerusalén.
Un 7 de agosto de 1974, salió apresurada de la ducha para contestar al teléfono. Se electrocutó. No había cumplido los cincuenta años. “No es bueno/ que la belleza esté desamparada/ y electrizó una célula”, dice uno de sus versos.
“Para aprender a irnos, caminamos”.
De Rosario resta decir que es un personaje raro. Raro a la manera que explicó Rubén Darío: “El común de los lectores acostumbrados a los azucarados jarabes de los poetitas sentimentales o solamente de gusto austero y que no aprecian sino la leche y el vino vigoroso de los autores clásicos vale más que no acerquen los labios a las ánforas curiosamente arabescas y pomposamente gemadas de los cantos ya amorosos, ya místicos, ya desesperados de este poeta, ya que en ellos está contenido un violento licor que quema y disgusta a quien no está hecho a las fuertes drogas de cierta refinada y excepcional literatura modernísima. Se trata, pues, de un raro”.